La hora.
Estaba al borde del segundo delito en el mismo momento en que tocaron a la puerta. Se estremeció del susto cuando de pronto toda la realidad se le vino encima. La habitación estaba en penumbras, el reloj de pared sumergía el silencio en su latido seco mientras aquel olor metálico se empoderaba del espacio, tiñendo todo del mismo color del ocaso de tormenta. En cinco minutos se iban a completar las seis horas que pasan del meridiano para volverse regresivas. Todo estaba inmóvil en ese cuadro que se observaba, desde todos los ángulos, cargado con la misma marea de sofoco y nudos y viscosa humedad roja. Sus manos estaban manchadas, brillaban aún con los últimos estertores de luz que atravesaban las persianas. ¿Quién podría estar tocando del otro lado de la puerta, a esta hora, en este momento tan inoportuno? Hacía mucho tiempo que nadie visitaba esa puerta. En todos esos años de soledad que se habían ido sucediendo, uno a la vez, transcurriendo con la lentitud de un tono a otro tono de gris, la espera se fue volviendo patológicamente dramática, humanamente miserable. No existen momentos tristes para un hombre, cuando el momento se asienta y no tiene más que un sabor. Se llaman de otra manera.
Los golpes se volvieron a sentir, insistentes, como si pudieran ver lo que sucedía adentro. La culpa tomaba cuerpo con cada impacto de aquellos nudillos delatores. Una culpa traicionera. De cuclillas, en el centro del salón, exhaló un suspiro vencido y su cabeza reposó sobre su pecho, y sus manos cayeron vencidas sobre un charco de expiación. Al tercer golpe se incorporó con la decisión que impone un ultimátum. Caminó hacia la puerta pensando caóticamente en todo, pero con una especie de felicidad de fondo, una cierta alegría por encontrar a su visitante tan esperado. Con cada paso surgían mil hipótesis, mil posibles respuestas a su intriga, mil y una veces no se sintió verdaderamente complacido con ellas. Solamente cabía una posibilidad imposible para que su dicha fuera completa y aún así todavía guardaba una esperanza de que se hiciera realidad. Su verdadero crimen hubiera sido abandonar ese anhelo. Cuando por fin abrió la puerta tuvo la respuesta que estaba esperando. Una parte del él yacía inerte en la mitad del salón, la otra le extendía la mano invitándolo a salir. Cerró la puerta tras de sí y nunca más se acordó de volver.
2 comentarios:
"No existen momentos tristes para un hombre, cuando el momento se asienta y no tiene más que un sabor. Se llaman de otra manera."
Siempre encuentras las palabras justas para crear la frase perfecta..
te aplaudo! ^^
Como siempre, un placer leerte.
Eres un muy buen Escritor.
Encantada de que compartamos el placer de la lectura... gracias...
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