lunes, 9 de junio de 2008

2 Segundos

Dalia le dijo a Rolando:
- Tengo ganas de matarme.
Él no podía dejar de mirarla, estupefacto. Se le cayeron los ojos, se sintió envejecer cinco años, su espalda se encorvó levemente.
- ¿matarte?, estás pensando en matarte…
- Sí…, es la solución que veo yo.
La chica de quince años, desaliñada, con la remera de él, gigante, manchada a la altura del estómago que apoyaba sobre la mesada cuando cocinaba algo o limpiaba otras cosas.
Hacía trece meses que tenía la misma alucinación de ver en su cuarto la figura del diablo, susurrándole cosas al oído, esperando a que ella se durmiera nuevamente para despertarla siempre con el mismo murmullo de voces desencontradas.
Rolando no sabía qué hacer, entre tanto espanto, costumbre y tedio. No terminaba de asimilar, no tenía a quién contarle sus miserias en el trabajo, no tenía amigos, no tenía dinero, ni estudios ni currículum con foto, ni vida. Tenía veinte años y ya estaba cansado de vivir. ¿Cuándo su generación había decidido? ¿Cuándo aceleraron tanto los años como para llegar a una niñez de adulto, una adolescencia errática de consumismo compulsivo, una adultez de adolescente y una vejez de adulto depresivo? Cuando la vida se quiso parecer tanto a un infierno? Tal vez por eso Dalia tenía esa psicosis, tal vez su imaginación ya le estaba profetizando una metáfora de la realidad próxima, tal vez el tiempo ya estaba mostrando sus fallas en repeticiones y saltos en el transcurrir de este período de cinta. Tal vez la sobra de fe de Dalia y los constantes vacíos en las respuestas a las muestras de aprecio por esa devoción le estaban despertando una nueva visión, la de que no hay nada más bueno que se pueda esperar de lo que estamos viviendo. Se decía a sí misma que esta mierda es la vida, esta rutina putrefacta, estas limosnas de sueldo, estos impuestos chupa sangre, estos mentirosos hijos de puta que te arrastran a unos actos actuados y después te meten la bandera en el culo, como decía Rolando. Él era el frustrado, él era el conciente de la realidad, él sabía. Esta era su nueva religión, en lo único que podía creer, porque él se había dado cuenta, gracias a la primera frase de Dalia, que él quería matarse, que Dalia había hablado con la certeza de un espejo que le mostraba su mismo reflejo y su verdadero pensamiento. Él no había querido realmente entrar a la casa y saludar a Dalia con un beso en la mejilla. Él quería entrar y decirle solo eso,
- Tengo ganas de matarme!.
Tal como lo había hecho ella. Él lo había hecho antes y quería estar seguro de grabar esa imagen en su mente como un recuerdo, porque lo estaba inventando en ese instante y le parecía una creación fantástica de una especie de realidad paralela. No necesitaba una respuesta para eso. Se terminó el segundo eterno del que habían nacido todos esos pensamientos. Volvió a sonar el segundero del reloj de plástico de la cocina. Dalia terminó de abrir la puerta y ese mechón de cabello le acabó por caer sobre los ojos. Esos ojos negros, como túneles apagados. Dio tres pasos hacia el baño. No cerró la puerta. Buscó dentro de una bolsa de nylon que estaba en el suelo, y tanteando en una búsqueda decidida, pasó por la pasta dental, un par de cepillos, una jabonera que nunca estrenaron, hasta encontrar la máquina de afeitar descartable. La hoja de metal estaba un poco oxidada, tendría que hacer más presión. Apoyó con fuerza el filo contra su muñeca izquierda y cortó largo y firme. Soltó la respiración y cargó pulmones otra vez para un segundo corte, y un tercero hasta encontrar la vena. Y con un poco más de esfuerzo repetiría el ritual en el otro brazo. Y lo intentó una segunda vez, y otra más. Cayó la espalda contra la pared y por fin se derrumbó en el piso. La sangre empezó a brotar cada vez más fluida. Empezó a respirar con más trabajo, más despacio, se le cerraban los ojos. Ahora el tiempo parecía ponerse a tino, y por cada segundo que le constaba sucedía mucho más. Dalia lo llamaba desde la puerta. El segundo de ella había sido más largo. Dalia lo llamaba, “Rolando”, pero desde más lejos, cada vez más lejos. Dalia se arrodillaba ante él, lo miraba, le decía “por qué lo hiciste!” estás loco!” estás loco!” estás loca?!” “loca”, él decía “estás loca?!” Él estaba viendo a Dalia con ese filo miserable, él estaba arrodillado a su lado, sosteniéndole la mano. Dalia estaba muerta desde antes de morirse. Él no dijo nada más.

FIN

2 comentarios:

Unknown dijo...

Tremenda historia!!! Me ha enganchado desde la primera a la última palabra. Un gran relato, tiene fuerza, tiene alma.
Un abrazo.

Troya dijo...

Felicitaciones..
leer esta historia me ha llevado sólo unos minutos pero la reflexión que desencadenó sigue un proceso continuo sin un visible final.

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